LA MUERTE DEL APOSTOL SAN PABLO
Cuando
este apóstol llegó a Roma, Nerón, que aunque ejercía ya como emperador
aún
no había sido coronado ni confirmado definitivamente en el cargo, no prestó
mucha
atención a los comentarios de la gente sobre los conflictos que existían
entre
Pablo y los judíos y entre éstos y los cristianos; por eso el apóstol pudo
libremente
predicar y moverse por la ciudad. San Jerónimo dice en su libro
los
Hombres ilustres, que Pablo llegó a la capital en calidad de prisionero, en el
año
25
después de la Pasión del Señor, cuando ya Nerón llevaba dos ejerciendo como
emperador,
y que, aunque siempre estuvo vigilado, durante un bienio gozó de
cierta
libertad de movimientos y pudo sostener frecuentes controversias con los
judíos;
pasados estos dos años primeros, Nerón suprimió la vigilancia a la que le
tenía
sometido, permitióle actuar libremente, y el apóstol aprovechó aquella
circunstancia
para predicar por los pueblos de occidente.
Cuando
el emperador Nerón, en el año 68, encendió contra los cristianos la más
horrible
de las persecuciones, Pedro trató de salir de Roma y, a las puertas de la
ciudad,
encontró al Salvador resucitado que iba a entrar en ella.”Señor, ¿a dónde
vais?”,
le preguntó Pedro.”Voy a Roma, a ser de nuevo crucificado”, le respondió
Jesucristo.
Comprendió el Apóstol lo que esto quería decir y, volviendo a la ciudad,
se
dispuso para el martirio.
En
diferentes días del Santoral de la fe católica, se narra la predicación de san
Pedro
por el mundo. Mientras trabajaba en Roma, tan gloriosamente, en la
extensión
de la fe, llegó a la capital del mundo Pablo, con recíproco gozo de los dos.
El
que había sido gran perseguidor de los cristianos con el nombre de Saulo se
convirtió
después en uno de los mayores Apóstoles de Jesucristo.
Pedro
y Pablo, que habían convertido a muchos oficiales del emperador y a algunos
personajes
de la corte, fueron arrestados y permanecierón juntos en prisión
durante
un año. Como cabezas de la religión cristiana, les condenaron a muerte. A
san
Pedro le llevaron a la otra parte del Tíber, al que era entonces el barrio de
los
judíos,
hoy llamado Monte de Oro. Cuando iban a crucificarle, pidió que le colocaran
la
cruz cabeza abajo, porque dijo que no merecía ser tratado como su divino
maestro.
Pablo
apaleado a su condición de ciudadano romano, fue decapitado y degollado:
Llegados
al sitio en que Pablo iba a ser decapitado, el santo apóstol se volvió hacía
oriente,
elevó sus manos al cielo y llorando de emoción oró en su propio idioma y
dio
gracias a Dios durante un largo rato; luego se despidió de los cristianos que
estaban
presentes, se arrodilló con ambas rodillas en el suelo, se vendó los ojos
con
un velo, que caminando hacía el lugar del suplicio, pidió a una mujer llamada
Plautila,
que le prestase su velo para que el verdugo le tapase los ojos..
Colocó
su cuello sobre el tajo, e inmediatamente, en esa postura, fue decapitado;
mas,
en el mismo instante en que su cabeza salía despedida del tronco, su boca,con
una voz enteramente clara, pronunció esta invocación tantas veces repetida
dulcemente
por él a lo largo de su vida:“¡Jesucristo¡”.En cuanto el hacha cayó
sobre
el cuello del mártir, según cuenta una leyenda, de la herida brotó
primeramente
un abundante chorro de leche que fue a estrellarse contra las ropas
del
verdugo; luego comenzó a fluir sangre y a impregnarse el ambiente de un olor
muy
agradable que emanaba del cuerpo del mártir y, mientras tanto, en el aire
brilló
una luz intensísima.
El
verdugo y otros dos soldados se convirtieron a la vista de aquella maravilla.
También
es tradición antigua que, en el lugar donde se ejecutó la sentencia,
brotaron
tres fuentes, que se conservan corrientes hasta el día de hoy.
Sobre
sus respectivos lugares de martirio se alzaron discretos memoriales en
recuerdo
de los dos santos, memoriales que, cuando Constantino dio libertad a la
Iglesia,
mediante el Edicto de Milán en el 313, se convirtieron en sendas basílicas,
las
cuales han llegado hasta nosotros, tras sucesivas modificaciones, en los
actuales
templos del Vaticano y de San Pablo Extramuros.
Cuando
conoció que la hora de su muerte se acercaba, invitó a los suyos a
participar
en el gozo que esa noticia le produjo, diciéndoles: “Alegraos conmigo y
felicitadme”.No
sólo soporto con paciencia de las desazones e injusticias que tuvo
que
tuvo que padecer a consecuencia de sus predicaciones, sino que las deseaba y
las
acogía con mayor satisfacción que si lo colmaran de aplausos y honores. Su
deseo
de morir era más fuerte que el de vivir. Prefirió la pobreza a la opulencia, y
el
trabajo al descanso. Tendió a la austeridad con vehemencia mayor que la que
otros
ponen en la persecución de los placeres. Puso más empeño en servir a sus
enemigos,
y en orar por ellos, que otras personas ponen en maldecir a los suyos.
Lo
único que le preocupaba y realmente le horrorizaba era la mera idea de que
pudiese
ofender a Dios; ni alimentó otro deseo que el de agradarle siempre y en
todo.
No necesito afirmar que le tenían sin cuidado los bienes de la vida presente, e
incluso
los de la futura.
Mediante
un rapto místico, Dios llevó a san Pablo al paraíso y lo hizo llegar hasta el
tercer
cielo; y con razón, porque la vida que este apóstol llevaba en la tierra más se
asemejaba
a la de los ángeles que a la de los hombres, puesto que, aunque se
hallara
todavía amarrado a su cuerpo visible, procedía en todo la perfección de las
criaturas
angélicas; y a pensar de estar sometido a las limitaciones propias de su
naturaleza
carnal luchaba contra las dificultades de tal manera que en nada se
mostraba
inferior a los espíritus celestiales de más alto rango. En efecto, como si
tuviese
alas, volaba y recorría el mundo entero enseñando la verdad,
despreocupado
de las fatigas corporales y de los peligros que le rodeaban; la cual si
ya
viviese en el cielo, despreciaba las cosas terrenas y se dedicaba única y
exclusivamente
y siempre a los asuntos espirituales, como si morase entre las
criaturas
incorpóreas del paraíso. Desde que el mundo existe las naciones han
tenido
un ángel de la guarda encargado de protegerlas, pero ninguno de ellos pero
ninguno
de ellos ha ejercido su oficio con tanta solicitud como Pablo ejerció el suyo,
es
decir, el de custodio de todo el orbe. Lo mismo que un padre soporta con
inagotable
paciencia los arrebatos de un hijo aquejado de frenesí y cuantos más
golpes
de él recibe más deplora la desgracia que pesa sobre su hijo y mayor es la
compasión
que siente hacia él, san Pablo prodigó exquisitos cuidados y distinguió
con
su generosidad y piedad a los que más le ultrajaban y maltrataban
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